viernes, 29 de octubre de 2010

Un lirio seco

Eran ya sesenta y dos años, ásperos y ridículos desde el primer día que doña Lirio existió en profunda lacería. Desde aquél fatal y estúpido voto de convertirse en virgen por segunda vez y vivir como maldita toda su vida, con una trémula pero suficiente convicción de que la dicha no era su camino.

Sesenta y dos años desde que despertó con él a su derecha, escondidos en un jacal por la falda del cerro que dejaba el rancho en la penumbra hasta bien entrada la mañana, ocultos donde se terminaban los cañaverales y podían retozar y buscar las huellas del tiempo en el cuerpo del otro; tuvo conciencia de estar plácida y con el pecho descubierto, sin verlo dormir y haciendo cuentas de la hora que sería y lo que faltaría para que la luz los reanimara. Media hora estuvo así, cuando le vino desde el mismo infierno un apretujón en los riñones, que la hizo arquear la espalda para estirarlos. Tras unos minutos más, cuando su enamorado despertaba entre mojando los labios y tragando saliva, deseoso por admirar aquel veraniego vientre y extendía la mano para rozarlo, ella lo miró con unos ojos de tecolote y pronunció carente de toda emoción su propia condena: “tengo el corazón seco”. Se cubrió el pecho y giró hacia el lado de su sequedad.

Sesenta y dos años que fue conocida como un Lirio seco.

lunes, 25 de octubre de 2010

Cecilio

Lo recogieron veintiséis años antes, tras recuperarse en un hospital de la Cruz Roja y le pusieron por nombre Cecilio. Perdió la memoria, si es que tenía algo para recordar, y nunca se supo si tuvo familia o alguien obligado a quererlo. El menor de sus problemas fue la hemiplejia que dejó el lado derecho de su cuerpo tieso como un hueso de durazno seco.

Se había dedicado tantos años únicamente al atesoramiento de nuevas enfermedades, desde los dolores en los riñones hasta la demencia senil y principios de esquizofrenia. Contra todo casi siempre se defendió con habitual y sereno rencor, pero los últimos años llegó con justicia la desesperación, que todo lo mancha. Desde que comenzó el resto de sus días se movió arrastrando su silla de ruedas con la pierna izquierda. En una tarde como todas, parte de su agonía, se dirigió hacia una puerta, tras la que estaban unas escaleras grises; por ésas se dejó caer, para terminar de una vez, pero no se fracturó ni siquiera una clavícula; lo único que sucedió fue que se abrió la frente y el párpado derecho, con un asombroso derramamiento de sangre, que pasmó a unas enfermeras que lo vieron inconsciente. Después de aquella tarde, no salía de los dormitorios sin compañía.

Tiempo después, recién convertida en monja y llena de santas ilusiones, María Esther llegó a trabajar al hospital para enfermos crónicos donde habitaba Cecilio. Durante el tercer día, mientras aún estaba conociendo las instalaciones, en el turno de visitar el área geriátrica para varones, Cecilio la recibió con bastante animosidad: ¡mátame, hija de tu puta madre, mátame! Desde entonces, con esta frase y variantes muy similares la insultó cada día que lo visitaba; mientras, la pobre muchacha elaboraba frases dulces, amorosas y débiles para calmar aquella que consideraba un alma atormentada y triste.

Sólo pasaron tres semanas antes de que el hechizo que tenía a María Esther vislumbrándose en los altares y pasando la eternidad con el cuerpo incorrupto, se rompiera. Era después de todo una mujer de rancho y la fuerza de sus vísceras seguía intacta. Una mañana de martes llegó al pabellón de geriatría.
- ¡Hija de la chingada, mátame!¡Mátame!
- De acuerdo, te voy a matar, cabrón, nomás préstame una pistola, le respondió.
- No tengo, pero ven mañana, la voy a conseguir, dijo Cecilio, con el esbozo de una sonrisa dibujándose en sus labios.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Imbécil de dos colores

Esta es la historia del hombre ridículo que todos los días pinta un par de bordos en una pequeña avenida. El sujeto está loco, o debe estarlo, porque muy temprano, al iniciar el tráfico nuestro de cada día, llega con su par de botes rebosantes de pintura, blanca y amarilla por supuesto, se instala en la banqueta, reza para solicitar la ayuda del Eterno en su tarea del día y comienza a pintar franjas de ambos colores con su espantosa y vieja brocha: la parte del medio de la avenida primero y el carril que queda vacío mientras ésta funciona, por decirlo de algún manera, “de ida”, como vía de salida para los felices trabajadores que se van a sus destinos matutinos.

El individuo sonríe casi siempre, saluda a los automovilistas, tiene actitud de estar laborando y da la impresión de que ése es el sustento de su mísera existencia; se seca el sudor como cualquier obrero. Por lo menos cuatro teorías se han suscitado entre los vecinos de la colonia respecto al pintor de asfalto: una que lo acusa de ser un millonario exótico que se entretiene mientras un coche lo arrolla y conduce a la muerte; otra dice que es una especie de comercial para las empresas distribuidoras de pinturas; la más radical afirma que es un intento del gobierno por distraer a la población de la problemática en que nos tiene sumidos y finalmente la menos reflexiva que simplemente declara que así es él, que ésa es su forma de ser, que es el emblemático loco del barrio.

Por las tardes pinta lo restante de los bordos: por el carril que sirvió de salida en las mañanas, vacío mientras los vehículos regresan del mundo por el lado pintado en el turno matutino, arruinando cada día el trabajo de ese día. Parece que el pobre imbécil disfruta viendo su trabajo estropeado, así sabe que al día siguiente algo habrá por hacer. Se va con la luz del día, en la calle deja lista su obra para que por la mañana los vecinos la destruyan, de nuevo.

martes, 12 de octubre de 2010

Café y naranjas

Aquella rancia tarde de Septiembre, mientras cursaba el cuarto grado de primaria, su tía Cleotilde, que con justicia se ufanaba de tener las naranjas de pulpa más sabrosa en la región y con humildad reconocía que aquellos cítricos en su patio no servían para preparar buenos jugos, entró en la casa, luego de cerrar el cerco que separaba sus cuatro chivas del resto del monte y se sentó cerca del fogón, a vigilar la olla con el hervor de los frijoles y, sobre todo, la tetera de peltre que despedía un aroma suave y encantador, que siempre hechizaba a la familia y la atraía a la cocina en todo tiempo de ocio común. Mientras sacaba la mitad de cebolla que estaba en la canasta de jaritas tejidas colgando del techo, para sazonar los frijoles, la tía Cleotilde le explicó que en su casa se debía servir café en todas las comidas, en memoria de su difunto marido, el tío Luis, porque él siempre se preparaba para dejar pasar la vida con una taza grande: cuando se iban a casar, cuando nació su primer hijo, antes de ir a pedir la mano de cada una de sus cuatro nueras, para ir a quemar y cortar la caña, en fin, hasta para morirse, aquel día que su corazón se detuvo cuando metía el pie izquierdo en el estribo de la montura de su mula. Al terminar su cátedra le sirvió en una taza pequeña de barro y le advirtió que endulzara su bebida con una cucharada de miel, porque los niños no deben tomar el café amargo, eso es para los viejos, que ya aprendieron de azotes en el alma.

En la mañana, la vieja Cleotilde, antigua como los álamos del rancho, mandó a la chiquilla a trepar en el naranjo y cortar trece naranjas medianas. Con su vivacidad de siempre, con la misma de todos los días, se subió María Eugenia y las fue cortando bajo la supervisión y recomendaciones de su tía. Luego de unas treinta voces de “aquella no” y “esta otra sí” se terminó la tarea y bajó la niña, presintiendo que iba a suceder lo de siempre y no se equivocó. Cleotilde las cortó todas por la mitad y las metió, una por una, a su exprimidor de fierro colado, a sacarles el jugo y el espíritu. La niña le volvió a preguntar para qué las hacía jugo, si ya sabía que no eran para eso, la vieja le contestó como cada día: “para ver si esta vez tenemos suerte y sale bueno”.