martes, 30 de noviembre de 2010

Luz roja

Juan Pablo llevaba cinco de sus diez años de vida siendo mercader de todo tipo de dulces en todo tipo de lugares. Chicles, dulces de tamarindo, mazapanes, palanquetas, cacahuates garapiñados, paletas de caramelo en invierno y de hielo en verano, pastillas de menta, chocolates y dulces de coco. Su madre se quedaba vendiendo periódicos y revistas en una esquina de aquella ciudad tan ingrata como grande, y Juan Pablo se iba con su cajita mil veces rota y reparada con cinta adhesiva, a vender, a contribuir para sobrevivir en esa vida absurda, miserable y aburrida para todos.

Esa tarde de octubre, Juan Pablo traía palanquetas en su cajita fea y muchas más de ellas en una bolsa de supermercado que le servía de bodega cada día. Vestía un pantalón de tela vieja color verde olivo, que le llegaba hasta un poco arriba de los tobillos, una camiseta de tirantes con rayas amarillas, zapatos café con cintas blancas y andaba como siempre, sin calcetines. Tenía una cara redonda cobriza como un tejocote maduro y cabello lacio, corto y mal cortado. Como cada tarde, ya traía los ojos rojos y la nariz cansada de tanto humo y polvo que los vehículos levantaban con monotonía. La venta había sido buena y curiosamente no tan cansada como otras veces, por lo que aquél iba a terminar como un día con cena, seguramente atole con vainilla y unas galletas, de chocolate, tal vez, es que la venta había sido muy buena.

Se había alejado en total unas cinco cuadras de su madre, entre que lo corrían muchachos más grandes, lava vidrios, vendedores de periódicos, vendedores de accesorios para coche, indios mendigando, y que hallaba más redituable irse moviendo con el tráfico por las calles, para encontrar mejores mercados y no aburrirse. Regresaba a paso veloz, porque sabía que su mamá no era mujer paciente y se enfadaba con unos minutos después de las seis de la tarde que llegara. El sol era muy rojo y no dejaba muy bien ver hacia enfrente, reverberaba y parecía que las partículas de luz se veían en el aire, que el rojo se hacía ambiente, no ambientador. Sintió más urgencia y apretó todavía más el paso, vació las tres palanquetas que quedaban en su cajita fea y a ella misma en la bolsa de supermercado, se la enredó en el brazo derecho y comenzó a correr. Se sabía de memoria los cambios de las luces, pero no vio que le quedaban tres segundos o menos a la luz del semáforo peatonal, así que corrió más veloz, pero no logró llegar a mitad de la avenida cuando escuchó un rechinido horrible, los gritos nublados de dos mujeres del otro lado, un claxon estridente y su corazón que casi se le salía del pecho por el sobresalto. En una fracción de segundo se detuvo, miró hacia su izquierda y vio el poderoso y oxidado frente de una camioneta venir hacia él, emitiendo esos ruidos que avisaban muerte.

Sintió Juan Pablo un vergonzoso calor en su entrepierna, que salía y bajaba por la pierna izquierda lentamente. Su pantalón viejo, de color verde olivo, que le llegaba hasta un poco arriba de los tobillos, se mojó con su miedo. Sus ojos también se mojaron con su miedo, y caminó despacio, muy despacio, otras dos calles, hasta donde estaba su madre, esperándolo en el puesto de revistas.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Guadalupe González

-Cuénteme una historia de su rancho, Doña Lupe.

-¡Ay, mi profe! ¿Qué le voy a contar de este rancho pelado? Si aquí nunca pasa nada, ahí siguen los cerros, secándose más cada que da vuelta el año. Y así han estado siempre, desde hace mucho, desde antes de que mi abuelo fuera a la bola con el tal general Pedro Zamora, a pelear en Sayula. En esos tiempos ya estaban los rancheros cansados de andar siempre con el lomo más cargado que el de un burro; a los pobres chamacos como mi marido los traían cargando su chiquigüite lleno de maíz con la cabeza, entrando y saliendo de los graneros todo el chingado día.

Pero acá eso de la revolución nomás no hizo nada. Acá nos quedamos sirviéndole al patrón como perros, hasta 1971, cuando se repartieron las tierras, unos tres años después de que lucharan otra vez. Sí, profe, tuvieron que sacar los machetes de vuelta, ahí anduvo mi marido y otros de aquí del rancho. Unos más estaban de acuerdo con el patrón, así que la pelea fue entre la misma familia, aquí, entre los mismos rancheros, pues.

De todas formas, todo el tiempo, aquí se vive tranquilo; se van los hombres a la parcela a cuidar la milpa, arreglar los cercos, y se queda una torteando, haciendo el quehacer; vuelven los hombres y aquí nos quedamos en la sombra del tamarindo. Hacemos nuestras aguas de jamaica con guayaba cuando no hay tamarindos y nos vamos a los jagüeyes a ratos, cuando nos cansamos de lo mismo de todos los días.

Aquí seguimos respirando aire y comiendo comida, no cosas que salen de las fábricas. Tomamos leche de las vacas, profe, no de las cajas. Los días rinden porque los agarramos calmados desde que raya el alba hasta que se pone rojo el cielo al atardecer, no nos apuramos, nomás trabajamos mucho; mucho trabajamos.

La tristeza que me da es que ni trabajando tanto salimos de pobres. Al contrario, cada vez más miserables somos; no vale nada nuestro maíz, ni los cacahuates, ni los chiles ni nada. Ni siquiera nuestros animalitos valen. ¿Qué otra cosa le queda a nuestros muchachos, si no es irse al norte? No hallan como salir adelante, no tienen escuela y el campesino en este país parece que a nadie le importa, ¿usted cree que van a quererse quedar donde nadie los quiere? Así que nos vamos quedando nomás los viejos y las viejas, como yo, a vivir de los recuerdos, porque niños ya cada vez hay menos, y los niños son lo único que le alegra nuestros corazones. Así que ya nos quedamos solos, pobres y tristes, como el campo cuando no llueve.

Ya le digo, profe, aquí no hay nada que contar ya. Aquí estamos tan jodidos que hasta las pinches pulgas se largaron.

sábado, 13 de noviembre de 2010

La casa del sevillano

El último puñetazo fue directo a su sien y Lorenzo perdió el equilibrio, cayendo sobre su costado derecho. No perdió la conciencia, pero ya estaba sofocado y su vista se había nublado. Al tratar de escupir la sangre que abundaba en su boca, sintió una patada en el hígado, luego otra y otra más. Se desmayó luego del puntapié que le fue propinado en la boca, tras advertir que una o dos muelas, no lo supo, se desprendieron de sus encías y quedaron ahí, dentro de la boca deshecha a golpes.

Cuando despertó sin abrir los ojos y dos horas después, supo que aquél lugar con olor a canela no era su casa. Apenas hizo un intento de girar, porque esa posición boca arriba lo hacía experimentar una ansiedad inusitada, pero se dio cuenta que cada parte de su cuerpo le causaba un pequeño tormento. Se desmayó de nuevo.

Volvió en sí hasta el día siguiente. Esta vez no sentía las mismas punzadas por todo el cuerpo, así que, a pesar del suplicio, pudo girar un poco a la izquierda y abrió finalmente los ojos, viendo entre manchas de colores una figura de san Antonio de Padua, una virgen que no era la de Guadalupe y un inconfundible Sagrado Corazón de Jesús al centro de las otras. Debajo de las tres imágenes detectó la llama de un cirio usado en la semana santa, seguramente. Se imaginó que estaría en la casa del sevillano que había llegado un par de años antes al rancho. El tal sevillano se había quedado a vivir de su trabajo en un huerto que compró, luego de enviudar y cambiar el continente donde residía. No había tenido hijos, pero aquella ciudad de gitanos le parecía demasiado incómoda y siempre tuvo un ánimo más bien campestre. Llegó al rancho por puras coincidencias que no tiene más caso relatar.

No se equivocó Lorenzo, estaba en la casa del sevillano. Emitió un leve quejido que fue suficiente para avisar al dueño que había despertado. Llegó éste y se dio cuenta que Lorenzo viviría.
–Se necesitan muchos cojones y ser un pendejo para llevarle canciones a una mujer casada, le dijo.
–Me duele todo.
–No te voy a mentir, cuando te estaba trayendo, me acordé de mi esposa muerta.
–¿Por qué? Inquirió Lorenzo más por educación que por interés.
–La mataron a golpes en un asalto, allá en Sevilla. Ella no era ninguna pendeja.

martes, 9 de noviembre de 2010

Cuentos bajo tierra

La muerte del esposo de la senadora Bernal causó revuelo en toda la nación. Había sido uno de los primeros en denunciar y actuar contra los abusos hacia los trabajadores de la industria manufacturera norteamericana y fue derrotado veinte años antes cuando fue postulado a una diputación por el conservador que después sería padrino político de su esposa, de la que se enamoró y con quien estuvo casado por diez años, antes de su fallecimiento. Ella tuvo una carrera ascendente y sin freno desde el inicio, no solo por los favores que recibió, pero también por su determinación tan vigorosa; él la quiso sin tomar en cuenta sus diferencias ideológicas y sufrió por ello el menosprecio de sus propios correligionarios, que lo recordarían por sus momentos de protesta gloriosa, antes que aceptar que el amor había doblegado su voluntad.

El éxito de su mujer lo orilló a dedicarse a sus clases en la universidad por las mañanas, al cuidado de su pequeño hijo por las tardes, tarea que siempre ejecutó de manera encomiable y cariñosa, inventando historias de duendes, hechiceras y animales míticos que le contaba por las noches. Pero ahora estaba simplemente muerto. Su hijo, que contaba ocho años de edad aquél verano, vio sus manos pálidas sobre su estómago, con los dedos cruzados y entre ellos el sencillo rosario que le había regalado Sergio Méndez Arceo, uno de los famosos “obispos rojos”, mucho tiempo atrás; la corbata anudada, prenda que nunca usaba en vida; sus labios cerrados y con la más firme expresión de finitud y todo su cuerpo quieto, dejando ver que estaba listo para pasar la eternidad bajo la tierra. Y así se cumplió: lo colocaron en su tumba ese sábado y se fueron a seguir con el resto sus vidas.

El niño no derramó una sola lágrima esos días, ni los siguientes, hasta una noche en que la senadora fue a su recámara para cerciorarse de que el pequeño estaba dormido, pero se percató desde metros antes que estaba berreando sin consuelo y llamando a gritos a su padre.

-¿Qué te sucede?, le preguntó con una voz gélida que le había proporcionado su oficio público.

-Quiero que papá venga. ¡Quiero que venga!, respondió entre sollozos el chiquillo.

-Sabes que eso no se va a poder, dijo la senadora, mientras le rozaba la mejilla con su pulgar izquierdo y se sentaba al borde de la cama. -¿Qué te pasa?

Y el niño contestó con total desilusión y derramando gruesas lágrimas: es que… ¿ahora quién me va a contar lo que le pasó al capitán del barco que fue atacado por piratas, que naufragó y se ocultó en una isla mágica? ¿Tú?

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El último corte

El sonido del motor de aquél endemoniado camión era un rugir de bestia indomable que dejaba a la madrugada sin su serenidad natural. Y era lo mismo todos los días. Juan Ignacio bajaba con su mocha en la mano derecha, el galón lleno de agua, tapado con un pedazo de hule y una liga, colgando del hombro izquierdo, la cabeza cubierta del fresco matinal con la misma sudadera color marrón de siempre. Bajaba solo, con los pasos al unísono de los demás cortadores, que ni siquiera se saludaban unos a otros –no eran horas apropiadas para saludarse, las cinco de la mañana-. Subirse al camión era la siguiente parte del rito matutino esa época del año. Y después, ya hacinados en la plancha trasera convertida en una jaula adecuada apenas para cerdos, venía lo que Juan Ignacio no conocía de cada día: el lugar del trabajo.

Esa mañana fueron a unos campos bastante cerca del rancho, así que llegaron tan temprano que el crujir y el humo de las hojas dejaba saber que sería una jornada caliente desde el inicio. Le tocó a Juan Ignacio un buen corte, con surcos derechos y las cañas bien erguidas. En seis horas, el sudor, la ceniza, el escozor que infligió la mocha en su mano derecha y los oídos retumbando dejaron al hombre aquél deseando que fuera el día siguiente, ya por fin, el día siguiente. Avanzó casi treinta varas ese día, bastante más que la mayoría de los cortadores y también que él mismo en el común de los días. Ese día no bebió con los compañeros, como casi todos los días. Se fue temprano con su esposa y su hija. Tampoco gritó ni dio portazos. Ni durmió, se quedó ahogado entre la calma de la noche y la agitación de su tristeza.

La otra mañana Juan Ignacio tomó, con otros cuatro y con otros tantos que salían de aquellas tierras amargas, otro camión que iba en otra dirección; mucho más al norte. A tierras engañosas.