viernes, 8 de abril de 2011

Corriendo, corriendo.

Se paró de puntitas para ubicar de dónde venía a voz de su mamá

Habían entrado hacía unos veinte minutos al centro comercial, no tomadas de la mano, por supuesto, porque para vender pulseritas y aretes artesanales hacen falta al menos diez dedos por persona. Se movieron livianas por los pasillos buscando clientes entre las mesas de la plaza de comida, afuera de las tiendas de ropa en ofertas de temporada y junto a las isletas que venden baratijas al precio que sea mientras la transacción se haga bajo los techos de cristal del dicho mall. A los pocos minutos separaron sus esfuerzos para ganarse el día, con la consigna de andar en el mismo pasillo, para no extraviarse.

No tardaron, porque nunca tardan, las voces oficialistas que se quejaron de que andaban vendiendo sin permiso. Sonaron esas voces que siempre defienden lo suyo, lo bueno, lo recto y lo conveniente, aunque eso sean simples billetes. Y a los billetes siempre responde la ley de manera expedita. Se movilizaron pronto las fuerzas del centro comercial armadas de macanas y botas con punta de fierro. Dos guardias caminaban rápido por los pasillos.

Mamá los vio doblando en la esquina, una tienda de vestidos de alta costura. -¡Córrele, vámonos!- le gritó a su hija.

La pequeña, toda mugrosa y asustada llegó a brincos donde su mamá le hablaba. –Ya llegaron estos idiotas, mija, vámonos rápido que nos quitan hasta lo del camión, los muy perros.

La tomó de la mano y se fueron, corriendo, muertas de la risa.