El último puñetazo fue directo a su sien y Lorenzo perdió el equilibrio, cayendo sobre su costado derecho. No perdió la conciencia, pero ya estaba sofocado y su vista se había nublado. Al tratar de escupir la sangre que abundaba en su boca, sintió una patada en el hígado, luego otra y otra más. Se desmayó luego del puntapié que le fue propinado en la boca, tras advertir que una o dos muelas, no lo supo, se desprendieron de sus encías y quedaron ahí, dentro de la boca deshecha a golpes.
Cuando despertó sin abrir los ojos y dos horas después, supo que aquél lugar con olor a canela no era su casa. Apenas hizo un intento de girar, porque esa posición boca arriba lo hacía experimentar una ansiedad inusitada, pero se dio cuenta que cada parte de su cuerpo le causaba un pequeño tormento. Se desmayó de nuevo.
Volvió en sí hasta el día siguiente. Esta vez no sentía las mismas punzadas por todo el cuerpo, así que, a pesar del suplicio, pudo girar un poco a la izquierda y abrió finalmente los ojos, viendo entre manchas de colores una figura de san Antonio de Padua, una virgen que no era la de Guadalupe y un inconfundible Sagrado Corazón de Jesús al centro de las otras. Debajo de las tres imágenes detectó la llama de un cirio usado en la semana santa, seguramente. Se imaginó que estaría en la casa del sevillano que había llegado un par de años antes al rancho. El tal sevillano se había quedado a vivir de su trabajo en un huerto que compró, luego de enviudar y cambiar el continente donde residía. No había tenido hijos, pero aquella ciudad de gitanos le parecía demasiado incómoda y siempre tuvo un ánimo más bien campestre. Llegó al rancho por puras coincidencias que no tiene más caso relatar.
No se equivocó Lorenzo, estaba en la casa del sevillano. Emitió un leve quejido que fue suficiente para avisar al dueño que había despertado. Llegó éste y se dio cuenta que Lorenzo viviría.
–Se necesitan muchos cojones y ser un pendejo para llevarle canciones a una mujer casada, le dijo.
–Me duele todo.
–No te voy a mentir, cuando te estaba trayendo, me acordé de mi esposa muerta.
–¿Por qué? Inquirió Lorenzo más por educación que por interés.
–La mataron a golpes en un asalto, allá en Sevilla. Ella no era ninguna pendeja.
Me haces pensar en los diálogos que vendrían después.
ResponderEliminarBreve, pero concisa. Siempre me gustan tus relatos, tienen ese toque muy de México.
Saludos, muchos muchos...