La muerte del esposo de la senadora Bernal causó revuelo en toda la nación. Había sido uno de los primeros en denunciar y actuar contra los abusos hacia los trabajadores de la industria manufacturera norteamericana y fue derrotado veinte años antes cuando fue postulado a una diputación por el conservador que después sería padrino político de su esposa, de la que se enamoró y con quien estuvo casado por diez años, antes de su fallecimiento. Ella tuvo una carrera ascendente y sin freno desde el inicio, no solo por los favores que recibió, pero también por su determinación tan vigorosa; él la quiso sin tomar en cuenta sus diferencias ideológicas y sufrió por ello el menosprecio de sus propios correligionarios, que lo recordarían por sus momentos de protesta gloriosa, antes que aceptar que el amor había doblegado su voluntad.
El éxito de su mujer lo orilló a dedicarse a sus clases en la universidad por las mañanas, al cuidado de su pequeño hijo por las tardes, tarea que siempre ejecutó de manera encomiable y cariñosa, inventando historias de duendes, hechiceras y animales míticos que le contaba por las noches. Pero ahora estaba simplemente muerto. Su hijo, que contaba ocho años de edad aquél verano, vio sus manos pálidas sobre su estómago, con los dedos cruzados y entre ellos el sencillo rosario que le había regalado Sergio Méndez Arceo, uno de los famosos “obispos rojos”, mucho tiempo atrás; la corbata anudada, prenda que nunca usaba en vida; sus labios cerrados y con la más firme expresión de finitud y todo su cuerpo quieto, dejando ver que estaba listo para pasar la eternidad bajo la tierra. Y así se cumplió: lo colocaron en su tumba ese sábado y se fueron a seguir con el resto sus vidas.
El niño no derramó una sola lágrima esos días, ni los siguientes, hasta una noche en que la senadora fue a su recámara para cerciorarse de que el pequeño estaba dormido, pero se percató desde metros antes que estaba berreando sin consuelo y llamando a gritos a su padre.
-¿Qué te sucede?, le preguntó con una voz gélida que le había proporcionado su oficio público.
-Quiero que papá venga. ¡Quiero que venga!, respondió entre sollozos el chiquillo.
-Sabes que eso no se va a poder, dijo la senadora, mientras le rozaba la mejilla con su pulgar izquierdo y se sentaba al borde de la cama. -¿Qué te pasa?
Y el niño contestó con total desilusión y derramando gruesas lágrimas: es que… ¿ahora quién me va a contar lo que le pasó al capitán del barco que fue atacado por piratas, que naufragó y se ocultó en una isla mágica? ¿Tú?
Muy bonita entrada. Conmovedora. ¿Cómo se atreve la muerte a decirle NO a un niño?
ResponderEliminarLo malo de que no se terminen de contar historias es que les inventamos un final, sin saber si es el que debía tener o no. Abrazos para el frío.
Cada quien extraña por sus propios motivos. Válidos todos, considerando lo amplio de la dimensión humana. Y sé que el dolor no siempre golpea en el momento inmediato. Hay dolores que se tienen que macerar. Excelente retrato de la pérdida. Abrazo.
ResponderEliminarMi papá me leía las historias hasta la mitad. Luego me decía "pónle tu el final" y luego, se lo engrapábamos al libro.
ResponderEliminarTu sabes, por si acaso.
Jabón que se acabó: me gustó tu reflexión en torno al dolor, pusiste palabras a las ideas que habitan mi corazón.
ResponderEliminarProfe triste, gracias por suscitarlo, me encantó... simplemente me fascinó.
Me gusta..
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