Antes de retirar la sangre con una taza de peltre y terminar, Federico forzó y separó el costillar por el espinazo, luego de arrancar el corazón tibio.
Aquellas vísceras eran resbalosas, pero no habían escapado de las manos expertas de Federico; cada semana mataba un puerco desde quién sabe cuántos años ya. Cada sábado, por la tarde. Siempre con cuidado de no reventar la hiel, que cuando muchacho su padre lo previno: “se echa a perder el marrano entero si le das con el cuchillo a esa bolsita”.
-Los pulmones y riñones se sacan antes de las tripas, le dijo Federico a Everardo, relevándolo del trabajo.
Everardo había separado con finura el cuero por todo lo largo que era el animal y subiendo por las patas con el filoso acero, de tal manera que se quitara como una especie de forro junto con la manteca, dejando descubierta la carne rojiza, promesa de un buen pozole.
-Primero córtale las patas, por aquí, le mostraba Federico al muchacho, indicando los ligamentos que debía zanjar antes de trozar cada mano y cada pata.
Antes amarraron al cerdo con un bozal en el hocico, son animales salvajes, y amenazados, más.
-Si le tienes lástima, no se muere, advirtió el viejo, con una voz densa y profunda.
Luego las patas traseras. Lo tumbaron tirando del rabo y empujando con el pie toda su masa. Terminaron de atar las cuatro extremidades. Everardo tomó entonces el afilado cuchillo, vio su hoja brillosa y sin miedo lo hundió en el animal, rápido, al corazón. Fuertes chillidos y bruscos movimientos del agónico puerco rompieron el silencio de aquél patio, pero Everardo no retiró la mano.
Cuando todo estuvo en calma, Everardo comenzó a separar finamente el cuero.