La vida,
si de algo, se ha de sostener de intuiciones incompletas. Un universo mundo tan
amplio y vasto como el que habito, ensanchado por las ficciones, realidades
virtuales y fantasías que dentro y fuera de mí se ocupan de enturbiar las aguas
–aunque desde el principio el Espíritu de Dios revoloteaba sobre ellas–, se
quedó corto con su dosis de respuestas que en otro tiempo tuvieron los hombres
y las mujeres con diversas ideas, ciencias o religiones. Cada uno de quienes
cohabitan este planeta en este tiempo tiene preguntas sobre sí, sobre el otro y
sobre lo Otro. Ojeando textos de filosofía miro con estupor las multitudes de
inquietudes las que nos enfrentan al miedo –y sobre todo al deseo– de vivir y
convivir entre prisas de todo, excesos de consumo, ofertas al por mayor de
experiencias novedosas que resultan después de todo insignificantes y unos
abismos mayúsculos distanciando a unos de otros.
Según el
gran teólogo Karl Rahner, SJ y otros tantos interesados por el ser humano,
buscamos conocer las cosas no solamente en sí mismas, sino en aquello que las
hace ser y relacionarse. La búsqueda de respuestas ante la inquietante
existencia es pues, una búsqueda siempre de origen, pero también de sentido.
Probablemente sea ésta la mejor definición de espiritualidad. Pero el sentido
es algo misterioso a la vez que evidente, personal a la vez que común y acompasado.
Las grietas personales son compartidas pero insólitas al mismo tiempo. Ser
individuo y ser comunidad puede ser una dicotomía infranqueable para algunas
ideologías económicas y políticas, pero no necesariamente para las búsquedas
espirituales: ahí donde me siento más único y especial es donde soy común al
otro. El sentido de existir va, en mi caso y siguiendo estas ideas, en ir
alcanzando una autenticidad que es reconocidamente similar a la del prójimo.
Pero esta
es solamente una intuición y, como tal, es elusiva, inefable, escurridiza a la
vez que simple y poco sorprendente porque no precisa de mucha ciencia y
entendimiento para hacerse presente. Mientras pasan los años en que transcurre
la existencia, uno se halla con experiencias fundamentales que provocan en las
entrañas el surgimiento de certezas flacas y dudosas. La belleza abrasa. En ellas,
la unión del amor claro y fructífero se tiene por única fuente y horizonte, se
abren los cielos y se tiene una sensación de que una cuerda se une por los
extremos y no hay división y no hay duda ni la posibilidad de ella: estamos
vivos, nuestro interior se conmueve y queremos estar vivos, aunque sepamos que
de la muerte y otras desgracias eventuales no escaparemos por ningún motivo.