Una de las escenas que mejor introduce a Cien años de soledad es aquella en que José Arcadio Buendía declara, orgulloso, que el mundo es redondo como una naranja. Era un explorador lleno de locura por descubrir el mundo, y esa necesidad por entender la atizaba su amigo Melquíades, el gitano que cada marzo traía inventos y novedades de alrededor del mundo.
Como Melquíades y José Arcadio Buendía, muchos en la historia han explorado y empujado las fronteras de lo conocido. Colón no se cayó por las orillas del mundo, Eusebio Kino descubrió a caballo que Baja California no era una isla, Neil Armstrong pisó una roca que está a 384,000 kilómetros del suelo y también es redonda como una naranja.
El ser humano explora fuera y dentro de sí: místicos, filósofos y científicos han buscado, desde hace mucho, nuestro origen, camino y destino. Unos niegan o corrigen lo dicho por otros, otros prefieren cambiar las preguntas y la mayoría simplemente camina esperando que las calabazas se acomoden en el camino. Pero todos deseamos; está en nosotros perseguir nuestro deseo, lo compartimos con otros y sentimos las mismas cosas cuando alcanzamos algo o los planes se frustran. No digo nada nuevo, hago hincapié en que somos exploradores deseando encontrar.
Las justas olímpicas son atractivas por eso: el ser humano explora también los límites de su cuerpo. Qué tan rápido puede ir, qué tan alto puede saltar, qué tan fuerte puede ser. Dónde está la orilla del mundo y cuánto tardará en volverse a mover. Y el ser humano coopera con unos, rivaliza con otros, se determina y lo hace: otra vez, la orilla se mueve, el camino sigue.
Deportistas históricos como Michael Phelps o Usain Bolt nos provocan asombro porque hacen cosas con sus cuerpos que parecen y son imposibles para el resto de nosotros. Los jugadores brasileños de voleibol reciben, acomodan y rematan con una potencia que parece sacada de un mar embravecido. La gracia de las clavadistas chinas se mete silenciosa al agua tras dos, tres o cuatro piruetas y giros en el aire. Las arqueras coreanas controlan la respiración, tensan el brazo y dan con la flecha en el centro de la diana. Tchaikovsky compone su concierto para violín y nos hace sentirnos listos para morir, Sorolla pinta Chicos en la playa y experimentamos el gozo de la luz que vieron sus ojos. Prometeo le roba el fuego a los dioses y los hombres lo usan para su beneficio.
Lo que para unos fue ficción o exagerado anhelo, para otros es proceso de esfuerzo y obsesión apasionada. Superando los límites existentes y también los imaginarios, en un ambiente de amistad mundial, poniendo en pausa (que no olvidando) muchos de nuestros conflictos y con la claridad de que estar ahí es más importante que la victoria, la gloria humana se construye: un paso a la vez.