lunes, 25 de octubre de 2010

Cecilio

Lo recogieron veintiséis años antes, tras recuperarse en un hospital de la Cruz Roja y le pusieron por nombre Cecilio. Perdió la memoria, si es que tenía algo para recordar, y nunca se supo si tuvo familia o alguien obligado a quererlo. El menor de sus problemas fue la hemiplejia que dejó el lado derecho de su cuerpo tieso como un hueso de durazno seco.

Se había dedicado tantos años únicamente al atesoramiento de nuevas enfermedades, desde los dolores en los riñones hasta la demencia senil y principios de esquizofrenia. Contra todo casi siempre se defendió con habitual y sereno rencor, pero los últimos años llegó con justicia la desesperación, que todo lo mancha. Desde que comenzó el resto de sus días se movió arrastrando su silla de ruedas con la pierna izquierda. En una tarde como todas, parte de su agonía, se dirigió hacia una puerta, tras la que estaban unas escaleras grises; por ésas se dejó caer, para terminar de una vez, pero no se fracturó ni siquiera una clavícula; lo único que sucedió fue que se abrió la frente y el párpado derecho, con un asombroso derramamiento de sangre, que pasmó a unas enfermeras que lo vieron inconsciente. Después de aquella tarde, no salía de los dormitorios sin compañía.

Tiempo después, recién convertida en monja y llena de santas ilusiones, María Esther llegó a trabajar al hospital para enfermos crónicos donde habitaba Cecilio. Durante el tercer día, mientras aún estaba conociendo las instalaciones, en el turno de visitar el área geriátrica para varones, Cecilio la recibió con bastante animosidad: ¡mátame, hija de tu puta madre, mátame! Desde entonces, con esta frase y variantes muy similares la insultó cada día que lo visitaba; mientras, la pobre muchacha elaboraba frases dulces, amorosas y débiles para calmar aquella que consideraba un alma atormentada y triste.

Sólo pasaron tres semanas antes de que el hechizo que tenía a María Esther vislumbrándose en los altares y pasando la eternidad con el cuerpo incorrupto, se rompiera. Era después de todo una mujer de rancho y la fuerza de sus vísceras seguía intacta. Una mañana de martes llegó al pabellón de geriatría.
- ¡Hija de la chingada, mátame!¡Mátame!
- De acuerdo, te voy a matar, cabrón, nomás préstame una pistola, le respondió.
- No tengo, pero ven mañana, la voy a conseguir, dijo Cecilio, con el esbozo de una sonrisa dibujándose en sus labios.

4 comentarios:

  1. Hola!!!, qué sigue? me quedo con la curiosidad...
    Espero el siguiente capítulo con ansias.
    Le mando un abrazo
    Atte.
    Su mamá del Tec

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  2. y luego!! que paso al dia siguiente??

    atte
    Marissa

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  3. eit donde viviste esa expericiencia.... creo que te va este tipo de historias, cafe y naranjas, y cecilio al momento se van al Ranking personal.

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  4. Alguna vez quise que me mataran, aunque no estaba tan trágica como Don Cecilio.

    Ahora quiero que me revivan. Buenos relatos nocturnos, quiero pensar que se murió con una sonrisota en la cara y la "hija de la chingada" le rezo unas cuantas bolitas del collarcito...

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