Las ruedas de la bicicleta en que andaba con tanta soltura María Eugenia habían descubierto y aplanado un buen camino de bajada desde la loma en que se encontraba la escuela hasta el arroyo que anunciaba la llegada a casa de su tía Cleotilde, la casa de los naranjos.
Todos los días salía la pequeña con su mochila de cuero a la espalda, se quitaba zapatos y calcetines, desfajaba su blusa, pisaba el pedal izquierdo y montaba la bicicleta mientras echaba a andar, como lo hacen los carteros en las ciudades, o al menos así le habían contado. La bajada no tenía muchos accidentes ni curvas, de tal manera que el ímpetu de su cuerpo acompañando la bicicleta cobrado luego del descenso requería buen manejo de los cuernos y mejores frenos para las emergencias, como la de esa tarde.
Tras bajar la loma, doblando un poco a la derecha quedaba el puentecillo de poco menos de medio metro de ancho que habían construido los hijos de doña Cleotilde para no tener que rodear hasta el puente para pasar con camionetas. María Eugenia se había hecho muy hábil pasando a toda velocidad el puentecillo, apretando bien las manos y mirando solo al frente.
Ocurrió lamentablemente para la niña que el perrito blanco de doña Camelia, la catequista, había sido expulsado de casa a reatazos tras ser sorprendido evacuando sus residuos en la fosa de un ave del paraíso, cuestión imperdonable en aquella pulcra vivienda. El perrito salió a perderse y muy extraviado andaba para querer cruzar el puentecillo de madera que lo llevaría a casa de doña Cleotilde y luego a ninguna parte.
Un metro y medio había atravesado la infeliz mascota cuando María Eugenia lo vio justo frente a su rueda delantera, que viró violentamente a la izquierda mientras pegaba la chiquilla tremendo grito que puso a correr despavorido al perro.
María Eugenia cayó al arroyo esa tarde, y por echar a perder los libros y enlodar el uniforme fue azotada con una jara del arroyo. Al perrito blanco nadie lo vio nunca más.
jueves, 21 de julio de 2011
sábado, 9 de julio de 2011
Confesiones de un lustrador de zapatos
-¿Usted sabe limpiar este tipo de calzado?
-Yo sé limpiar cualquier tipo de calzado, caballero. ¿Es gamuza?
-Parecido, pero no estoy seguro.
-Súbase nomás, entonces, aquí le acomodamos la vida.
Se sentó y se quedó mirando cómo unas gotas comenzaban a romper el viento anunciando tormenta, mientras el hombrecillo aquel, de piel dura y sonrisa sosegada, doblaba hacia afuera los pantalones y metía unos cartoncillos blancos y plastificados entre calzado y calcetines.
-Yo sé limpiar cualquier tipo de calzado –dijo de nuevo, rompiendo a la vez un trozo de lija vieja-, pero no vaya usted a creer que es por mis pistolas. A mí todo, o casi todo, me lo han enseñado mis clientes. Mire, deje le cuento, yo no sabía hace mucho limpiar unos zapatos así como estos suyos, pero un día llegó un señor desesperado porque ninguno en la plaza sabíamos de esto, y cuando le dije que yo tampoco sabía, él me dijo que era bien fácil y que él me enseñaba. Yo me le quedé viendo así como con desconfianza y le dije que no respondía entonces si algo le pasaba a sus zapatos. Me preguntó si tenía esto y esto y esto, y le dije que sí, que sí tenía, “ándale pues, agarra nomás el pedacito de lija y dale despacito y parejo al zapato, sin miedo”, me dijo el cliente, y ya me fue diciendo cómo hacer lo demás. Para la otra que llegó otro cliente con unos zapatos parecidos ya yo sabía qué hacer y en qué orden. Así aprende uno con el tiempo y con los clientes de uno.
-Supongo que le llegan casos raros, a veces –le dijo el cliente, más interesado en la conversación, aunque muy atento al meteoro que se formaba en el cielo.
-Todo el tiempo, jefe. Todo el tiempo. Mire, uno de los más curiosos fue un indio que quería que le limpiara sus huaraches. Es que los acababa de comprar ahí en el San Juan, y estaba lloviendo, así como ahorita, había charcos y pues metió los huaraches en uno y quedaron todos enlodados, por eso vino a que le limpiara sus huaraches. Pero yo le dije que yo no limpiaba ese tipo de calzado, que yo no limpiaba huaraches. Y pues el indio me preguntaba que por qué no, y le contesté que no porque le iba a mojar las patas, pues cómo iba yo a limpiar unos huaraches que ni encierran bien los pies, eran de los cruzados que dejan media pata descubierta, usted sabe cómo jefe.
-¿Y en qué quedaron?
-Pues el indio este me dijo que sí se los iba a limpiar, que él sabía cómo hacerle y me iba a decir. Me preguntó si tenía yo una bolsa de hule, de esas del súper. Yo saqué una y le pregunté: ¿de estas? -Sí, de esas meras -me dijo- ya nomás me quitas el huarache, metes mi pie en la bolsa, me vuelves a poner el huarache y asunto arreglado. Rete fácil que era. Así es la cosa, patrón, aprende uno de la gente que se le atraviesa todo el tiempo, ya ve que ese indio sí sabía cómo hacerle, y a fuerzas, si se la pasa con huaraches, ni modo que no supiera. Así aprende uno de todo, el indio sabe limpiar sus huaraches de cuero y el catrín sus zapatos de charol, pero yo sé limpiar todo tipo de calzado.
Cuando terminó, retiró sus cartoncillos blancos, desdobló los pantalones y el cliente se bajó de la silla. La tormenta no acababa de arrancar, así que pagó, le dio una propina y se fue corriendo, para no acabar enlodado, como el indio de la historia.
-Yo sé limpiar cualquier tipo de calzado, caballero. ¿Es gamuza?
-Parecido, pero no estoy seguro.
-Súbase nomás, entonces, aquí le acomodamos la vida.
Se sentó y se quedó mirando cómo unas gotas comenzaban a romper el viento anunciando tormenta, mientras el hombrecillo aquel, de piel dura y sonrisa sosegada, doblaba hacia afuera los pantalones y metía unos cartoncillos blancos y plastificados entre calzado y calcetines.
-Yo sé limpiar cualquier tipo de calzado –dijo de nuevo, rompiendo a la vez un trozo de lija vieja-, pero no vaya usted a creer que es por mis pistolas. A mí todo, o casi todo, me lo han enseñado mis clientes. Mire, deje le cuento, yo no sabía hace mucho limpiar unos zapatos así como estos suyos, pero un día llegó un señor desesperado porque ninguno en la plaza sabíamos de esto, y cuando le dije que yo tampoco sabía, él me dijo que era bien fácil y que él me enseñaba. Yo me le quedé viendo así como con desconfianza y le dije que no respondía entonces si algo le pasaba a sus zapatos. Me preguntó si tenía esto y esto y esto, y le dije que sí, que sí tenía, “ándale pues, agarra nomás el pedacito de lija y dale despacito y parejo al zapato, sin miedo”, me dijo el cliente, y ya me fue diciendo cómo hacer lo demás. Para la otra que llegó otro cliente con unos zapatos parecidos ya yo sabía qué hacer y en qué orden. Así aprende uno con el tiempo y con los clientes de uno.
-Supongo que le llegan casos raros, a veces –le dijo el cliente, más interesado en la conversación, aunque muy atento al meteoro que se formaba en el cielo.
-Todo el tiempo, jefe. Todo el tiempo. Mire, uno de los más curiosos fue un indio que quería que le limpiara sus huaraches. Es que los acababa de comprar ahí en el San Juan, y estaba lloviendo, así como ahorita, había charcos y pues metió los huaraches en uno y quedaron todos enlodados, por eso vino a que le limpiara sus huaraches. Pero yo le dije que yo no limpiaba ese tipo de calzado, que yo no limpiaba huaraches. Y pues el indio me preguntaba que por qué no, y le contesté que no porque le iba a mojar las patas, pues cómo iba yo a limpiar unos huaraches que ni encierran bien los pies, eran de los cruzados que dejan media pata descubierta, usted sabe cómo jefe.
-¿Y en qué quedaron?
-Pues el indio este me dijo que sí se los iba a limpiar, que él sabía cómo hacerle y me iba a decir. Me preguntó si tenía yo una bolsa de hule, de esas del súper. Yo saqué una y le pregunté: ¿de estas? -Sí, de esas meras -me dijo- ya nomás me quitas el huarache, metes mi pie en la bolsa, me vuelves a poner el huarache y asunto arreglado. Rete fácil que era. Así es la cosa, patrón, aprende uno de la gente que se le atraviesa todo el tiempo, ya ve que ese indio sí sabía cómo hacerle, y a fuerzas, si se la pasa con huaraches, ni modo que no supiera. Así aprende uno de todo, el indio sabe limpiar sus huaraches de cuero y el catrín sus zapatos de charol, pero yo sé limpiar todo tipo de calzado.
Cuando terminó, retiró sus cartoncillos blancos, desdobló los pantalones y el cliente se bajó de la silla. La tormenta no acababa de arrancar, así que pagó, le dio una propina y se fue corriendo, para no acabar enlodado, como el indio de la historia.
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