Hace ya mucho tiempo que perdí el entusiasmo. Mi mujer no soportó que yo no pudiera compartir su dolor por el fallecimiento de nuestra hija y se fue. Yo también me hubiera alejado de mí.
Pero no fue esa pérdida la que me arrebató la fogosidad en el ánimo. Sucedió antes, cuando trabajaba como asistente del gerente de ventas en aquella agencia automotriz. Recuerdo que me la pasaba aprendiendo detalles administrativos, técnicas de mejoramiento procesal, esquemas de ahorro y por supuesto interacción con personal y clientes. Aprendí mucho y tenía un fuerte anhelo de adquirir un automóvil como los que ayudaba a vender; la idea de vivir en un fraccionamiento residencial como el que habitaba mi jefe y poder viajar a donde él viajaba era fascinante. Recién casado y con mi esposa embarazada, podía ser un soñador y no sentirme normal y feliz por ello.
Sin embargo tuvo que llegar la tarde en que aquel hombre llegó con su hija de dieciséis años a comprarle su primer coche. Llevaban ya varios días recorriendo el proceso de ver modelos, revisar costos, financiamientos, hacer pruebas de manejo y finalmente se habían decidido. Es absurdo que justo al salir con su nuevo vehículo los haya impactado una camioneta color azul desgastado. Varios salimos, pero solo una de las secretarias y yo nos acercamos lo suficiente para ver apagarse la vida de aquella muchacha, luego de mirarme mientras respiraba agitada, perdiendo poco a poco la luz en los ojos, que finalmente se quedaron abiertos y ausentes.
No sé por qué desde entonces he padecido la paciencia y espero sin remordimientos la muerte.
martes, 25 de octubre de 2011
miércoles, 12 de octubre de 2011
Estofado
Luego de acomodar el filete de
res y las rodajas de cebolla en su raspada olla de peltre bajó el frasco con
las hojas de laurel de su repisa, sacó dos y lo devolvió a su lugar. Mientras
las colocaba opuestas y debajo de unos trozos de carne, recordó la primera vez
que su esposa preparó un estofado como ese y sonrió: acababan de volver de su
luna de miel y ella puso once hojas de laurel en esa misma olla que entonces no
estaba raspada. Provocó así que el estofado fuera horrible para el gusto y un
cargado aroma a laurel impregnó toda la casa por tres días. Desde aquella
ocasión, cada vez que la esposa no tenía ánimos de
cocinar, manifestaba antojo de estofado y su marido -presto y diligente- iba a
la cocina.
De eso ya hacía muchos años.
Sal de ajo, tomate cocido y
molcajeteado, comino bien esparcido, papas cortadas en cubos grandes, un poco
de vinagre, aceite y un tanto de agua. Retiró la placa de la estufa y puso la
olla al fuego vivo. Introdujo unos pedazos de encino por un lado de la estufa
para que hicieran bastante calor y poco humo. Verificó haber regresado cada
frasco de especias a su lugar y se puso a lavar su tabla de picar y los dos
cuchillos. Preparó la mesa para adelantar: dos mantelitos hechos de palma con
sus respectivos platos de peltre y cubiertos de acero; vasos de vidrio, copas y
su botella de jerez.
Cuando comenzó a hervir el
estofado, hizo a un lado la olla y colocó de nuevo la placa redonda en su lugar
para mitigar el calor. –No debe tardar mucho, pensó él. Fue
taciturno al baño y revisó los pliegues y el cuello de su camisa, la alineación
de los botones, la posición de su cinturón, el pantalón y los zapatos. Todo en
su lugar.
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