Luego de acomodar el filete de
res y las rodajas de cebolla en su raspada olla de peltre bajó el frasco con
las hojas de laurel de su repisa, sacó dos y lo devolvió a su lugar. Mientras
las colocaba opuestas y debajo de unos trozos de carne, recordó la primera vez
que su esposa preparó un estofado como ese y sonrió: acababan de volver de su
luna de miel y ella puso once hojas de laurel en esa misma olla que entonces no
estaba raspada. Provocó así que el estofado fuera horrible para el gusto y un
cargado aroma a laurel impregnó toda la casa por tres días. Desde aquella
ocasión, cada vez que la esposa no tenía ánimos de
cocinar, manifestaba antojo de estofado y su marido -presto y diligente- iba a
la cocina.
De eso ya hacía muchos años.
Sal de ajo, tomate cocido y
molcajeteado, comino bien esparcido, papas cortadas en cubos grandes, un poco
de vinagre, aceite y un tanto de agua. Retiró la placa de la estufa y puso la
olla al fuego vivo. Introdujo unos pedazos de encino por un lado de la estufa
para que hicieran bastante calor y poco humo. Verificó haber regresado cada
frasco de especias a su lugar y se puso a lavar su tabla de picar y los dos
cuchillos. Preparó la mesa para adelantar: dos mantelitos hechos de palma con
sus respectivos platos de peltre y cubiertos de acero; vasos de vidrio, copas y
su botella de jerez.
Cuando comenzó a hervir el
estofado, hizo a un lado la olla y colocó de nuevo la placa redonda en su lugar
para mitigar el calor. –No debe tardar mucho, pensó él. Fue
taciturno al baño y revisó los pliegues y el cuello de su camisa, la alineación
de los botones, la posición de su cinturón, el pantalón y los zapatos. Todo en
su lugar.
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