miércoles, 12 de octubre de 2011

Estofado

Luego de acomodar el filete de res y las rodajas de cebolla en su raspada olla de peltre bajó el frasco con las hojas de laurel de su repisa, sacó dos y lo devolvió a su lugar. Mientras las colocaba opuestas y debajo de unos trozos de carne, recordó la primera vez que su esposa preparó un estofado como ese y sonrió: acababan de volver de su luna de miel y ella puso once hojas de laurel en esa misma olla que entonces no estaba raspada. Provocó así que el estofado fuera horrible para el gusto y un cargado aroma a laurel impregnó toda la casa por tres días. Desde aquella ocasión, cada vez que la esposa no tenía ánimos de cocinar, manifestaba antojo de estofado y su marido -presto y diligente- iba a la cocina.

De eso ya hacía muchos años.

Sal de ajo, tomate cocido y molcajeteado, comino bien esparcido, papas cortadas en cubos grandes, un poco de vinagre, aceite y un tanto de agua. Retiró la placa de la estufa y puso la olla al fuego vivo. Introdujo unos pedazos de encino por un lado de la estufa para que hicieran bastante calor y poco humo. Verificó haber regresado cada frasco de especias a su lugar y se puso a lavar su tabla de picar y los dos cuchillos. Preparó la mesa para adelantar: dos mantelitos hechos de palma con sus respectivos platos de peltre y cubiertos de acero; vasos de vidrio, copas y su botella de jerez.

Cuando comenzó a hervir el estofado, hizo a un lado la olla y colocó de nuevo la placa redonda en su lugar para mitigar el calor. –No debe tardar mucho, pensó él. Fue taciturno al baño y revisó los pliegues y el cuello de su camisa, la alineación de los botones, la posición de su cinturón, el pantalón y los zapatos. Todo en su lugar. 

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