lunes, 8 de agosto de 2016

La gloria humana

Una de las escenas que mejor introduce a Cien años de soledad es aquella en que José Arcadio Buendía declara, orgulloso, que el mundo es redondo como una naranja. Era un explorador lleno de locura por descubrir el mundo, y esa necesidad por entender la atizaba su amigo Melquíades, el gitano que cada marzo traía inventos y novedades de alrededor del mundo.

Como Melquíades y José Arcadio Buendía, muchos en la historia han explorado y empujado las fronteras de lo conocido. Colón no se cayó por las orillas del mundo, Eusebio Kino descubrió a caballo que Baja California no era una isla, Neil Armstrong pisó una roca que está a 384,000 kilómetros del suelo y también es redonda como una naranja.

El ser humano explora fuera y dentro de sí: místicos, filósofos y científicos han buscado, desde hace mucho, nuestro origen, camino y destino. Unos niegan o corrigen lo dicho por otros, otros prefieren cambiar las preguntas y la mayoría simplemente camina esperando que las calabazas se acomoden en el camino. Pero todos deseamos; está en nosotros perseguir nuestro deseo, lo compartimos con otros y sentimos las mismas cosas cuando alcanzamos algo o los planes se frustran. No digo nada nuevo, hago hincapié en que somos exploradores deseando encontrar.

Las justas olímpicas son atractivas por eso: el ser humano explora también los límites de su cuerpo. Qué tan rápido puede ir, qué tan alto puede saltar, qué tan fuerte puede ser. Dónde está la orilla del mundo y cuánto tardará en volverse a mover. Y el ser humano coopera con unos, rivaliza con otros, se determina y lo hace: otra vez, la orilla se mueve, el camino sigue.

Deportistas históricos como Michael Phelps o Usain Bolt nos provocan asombro porque hacen cosas con sus cuerpos que parecen y son imposibles para el resto de nosotros. Los jugadores brasileños de voleibol reciben, acomodan y rematan con una potencia que parece sacada de un mar embravecido. La gracia de las clavadistas chinas se mete silenciosa al agua tras dos, tres o cuatro piruetas y giros en el aire. Las arqueras coreanas controlan la respiración, tensan el brazo y dan con la flecha en el centro de la diana. Tchaikovsky compone su concierto para violín y nos hace sentirnos listos para morir, Sorolla pinta Chicos en la playa y experimentamos el gozo de la luz que vieron sus ojos. Prometeo le roba el fuego a los dioses y los hombres lo usan para su beneficio.

Lo que para unos fue ficción o exagerado anhelo, para otros es proceso de esfuerzo y obsesión apasionada. Superando los límites existentes y también los imaginarios, en un ambiente de amistad mundial, poniendo en pausa (que no olvidando) muchos de nuestros conflictos y con la claridad de que estar ahí es más importante que la victoria, la gloria humana se construye: un paso a la vez.

lunes, 4 de abril de 2016

Intuiciones incompletas

La vida, si de algo, se ha de sostener de intuiciones incompletas. Un universo mundo tan amplio y vasto como el que habito, ensanchado por las ficciones, realidades virtuales y fantasías que dentro y fuera de mí se ocupan de enturbiar las aguas –aunque desde el principio el Espíritu de Dios revoloteaba sobre ellas–, se quedó corto con su dosis de respuestas que en otro tiempo tuvieron los hombres y las mujeres con diversas ideas, ciencias o religiones. Cada uno de quienes cohabitan este planeta en este tiempo tiene preguntas sobre sí, sobre el otro y sobre lo Otro. Ojeando textos de filosofía miro con estupor las multitudes de inquietudes las que nos enfrentan al miedo –y sobre todo al deseo– de vivir y convivir entre prisas de todo, excesos de consumo, ofertas al por mayor de experiencias novedosas que resultan después de todo insignificantes y unos abismos mayúsculos distanciando a unos de otros.

Según el gran teólogo Karl Rahner, SJ y otros tantos interesados por el ser humano, buscamos conocer las cosas no solamente en sí mismas, sino en aquello que las hace ser y relacionarse. La búsqueda de respuestas ante la inquietante existencia es pues, una búsqueda siempre de origen, pero también de sentido. Probablemente sea ésta la mejor definición de espiritualidad. Pero el sentido es algo misterioso a la vez que evidente, personal a la vez que común y acompasado. Las grietas personales son compartidas pero insólitas al mismo tiempo. Ser individuo y ser comunidad puede ser una dicotomía infranqueable para algunas ideologías económicas y políticas, pero no necesariamente para las búsquedas espirituales: ahí donde me siento más único y especial es donde soy común al otro. El sentido de existir va, en mi caso y siguiendo estas ideas, en ir alcanzando una autenticidad que es reconocidamente similar a la del prójimo.

Pero esta es solamente una intuición y, como tal, es elusiva, inefable, escurridiza a la vez que simple y poco sorprendente porque no precisa de mucha ciencia y entendimiento para hacerse presente. Mientras pasan los años en que transcurre la existencia, uno se halla con experiencias fundamentales que provocan en las entrañas el surgimiento de certezas flacas y dudosas. La belleza abrasa. En ellas, la unión del amor claro y fructífero se tiene por única fuente y horizonte, se abren los cielos y se tiene una sensación de que una cuerda se une por los extremos y no hay división y no hay duda ni la posibilidad de ella: estamos vivos, nuestro interior se conmueve y queremos estar vivos, aunque sepamos que de la muerte y otras desgracias eventuales no escaparemos por ningún motivo.

martes, 25 de octubre de 2011

Hace tiempo

      Hace ya mucho tiempo que perdí el entusiasmo. Mi mujer no soportó que yo no pudiera compartir su dolor por el fallecimiento de nuestra hija y se fue. Yo también me hubiera alejado de mí.

      Pero no fue esa pérdida la que me arrebató la fogosidad en el ánimo. Sucedió antes, cuando trabajaba como asistente del gerente de ventas en aquella agencia automotriz. Recuerdo que me la pasaba aprendiendo detalles administrativos, técnicas de mejoramiento procesal, esquemas de ahorro y por supuesto interacción con personal y clientes. Aprendí mucho y tenía un fuerte anhelo de adquirir un automóvil como los que ayudaba a vender; la idea de vivir en un fraccionamiento residencial como el que habitaba mi jefe y poder viajar a donde él viajaba era fascinante. Recién casado y con mi esposa embarazada, podía ser un soñador y no sentirme normal y feliz por ello.

      Sin embargo tuvo que llegar la tarde en que aquel hombre llegó con su hija de dieciséis años a comprarle su primer coche. Llevaban ya varios días recorriendo el proceso de ver modelos, revisar costos, financiamientos, hacer pruebas de manejo y finalmente se habían decidido. Es absurdo que justo al salir con su nuevo vehículo los haya impactado una camioneta color azul desgastado. Varios salimos, pero solo una de las secretarias y yo nos acercamos lo suficiente para ver apagarse la vida de aquella muchacha, luego de mirarme mientras respiraba agitada, perdiendo poco a poco la luz en los ojos, que finalmente se quedaron abiertos y ausentes.

      No sé por qué desde entonces he padecido la paciencia y espero sin remordimientos la muerte.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Estofado

Luego de acomodar el filete de res y las rodajas de cebolla en su raspada olla de peltre bajó el frasco con las hojas de laurel de su repisa, sacó dos y lo devolvió a su lugar. Mientras las colocaba opuestas y debajo de unos trozos de carne, recordó la primera vez que su esposa preparó un estofado como ese y sonrió: acababan de volver de su luna de miel y ella puso once hojas de laurel en esa misma olla que entonces no estaba raspada. Provocó así que el estofado fuera horrible para el gusto y un cargado aroma a laurel impregnó toda la casa por tres días. Desde aquella ocasión, cada vez que la esposa no tenía ánimos de cocinar, manifestaba antojo de estofado y su marido -presto y diligente- iba a la cocina.

De eso ya hacía muchos años.

Sal de ajo, tomate cocido y molcajeteado, comino bien esparcido, papas cortadas en cubos grandes, un poco de vinagre, aceite y un tanto de agua. Retiró la placa de la estufa y puso la olla al fuego vivo. Introdujo unos pedazos de encino por un lado de la estufa para que hicieran bastante calor y poco humo. Verificó haber regresado cada frasco de especias a su lugar y se puso a lavar su tabla de picar y los dos cuchillos. Preparó la mesa para adelantar: dos mantelitos hechos de palma con sus respectivos platos de peltre y cubiertos de acero; vasos de vidrio, copas y su botella de jerez.

Cuando comenzó a hervir el estofado, hizo a un lado la olla y colocó de nuevo la placa redonda en su lugar para mitigar el calor. –No debe tardar mucho, pensó él. Fue taciturno al baño y revisó los pliegues y el cuello de su camisa, la alineación de los botones, la posición de su cinturón, el pantalón y los zapatos. Todo en su lugar. 

jueves, 21 de julio de 2011

Un perrito blanco

Las ruedas de la bicicleta en que andaba con tanta soltura María Eugenia habían descubierto y aplanado un buen camino de bajada desde la loma en que se encontraba la escuela hasta el arroyo que anunciaba la llegada a casa de su tía Cleotilde, la casa de los naranjos.

Todos los días salía la pequeña con su mochila de cuero a la espalda, se quitaba zapatos y calcetines, desfajaba su blusa, pisaba el pedal izquierdo y montaba la bicicleta mientras echaba a andar, como lo hacen los carteros en las ciudades, o al menos así le habían contado. La bajada no tenía muchos accidentes ni curvas, de tal manera que el ímpetu de su cuerpo acompañando la bicicleta cobrado luego del descenso requería buen manejo de los cuernos y mejores frenos para las emergencias, como la de esa tarde.

Tras bajar la loma, doblando un poco a la derecha quedaba el puentecillo de poco menos de medio metro de ancho que habían construido los hijos de doña Cleotilde para no tener que rodear hasta el puente para pasar con camionetas. María Eugenia se había hecho muy hábil pasando a toda velocidad el puentecillo, apretando bien las manos y mirando solo al frente.

Ocurrió lamentablemente para la niña que el perrito blanco de doña Camelia, la catequista, había sido expulsado de casa a reatazos tras ser sorprendido evacuando sus residuos en la fosa de un ave del paraíso, cuestión imperdonable en aquella pulcra vivienda. El perrito salió a perderse y muy extraviado andaba para querer cruzar el puentecillo de madera que lo llevaría a casa de doña Cleotilde y luego a ninguna parte.

Un metro y medio había atravesado la infeliz mascota cuando María Eugenia lo vio justo frente a su rueda delantera, que viró violentamente a la izquierda mientras pegaba la chiquilla tremendo grito que puso a correr despavorido al perro.

María Eugenia cayó al arroyo esa tarde, y por echar a perder los libros y enlodar el uniforme fue azotada con una jara del arroyo. Al perrito blanco nadie lo vio nunca más.